"Lo grotesco no es sino una expresión sensible, una paradoja sensible, a saber, la figura de una no figura, el rostro de un mundo carente de rostro." —Friedrich Dürrenmatt, La visita de la vieja dama, pieza teatral, 1956
¿Qué es lo grotesco en el arte? Es lo que quien vista el Museo Picasso de Málaga se pregunta ante la exposición temporal compuesta por 270 obras de 74 artistas entre los que figuran Leonardo da Vinci, Francisco Goya, James Ensor y Paul Klee. La muestra, afirma José Lebrero, "remite a cuestiones globales o universales como la piedad, la risa, el llanto, la ternura, el espanto, el rechazo o el abrazo ante lo que somos."
Para responder a la pregunta de qué es lo grotesco, la exposición "pretende enseñar y volver visibles algunos argumentos que hasta ahora no se habían visto, dando voz estética a autores y obras que hasta ahora no la tenían". Además, "por primera vez se yuxtaponen y relacionan obras específicas de artistas diversos que, según ciertas interpretaciones canónicas, son aparentemente inasociables".
Así, están Leonardo da Vinci con George Grosz, Paul Klee con Francis Bacon, René Magritte con Louise Bourgeois, y Roy Lichtenstein con Pablo Picasso.
Según Lebrero se trata de una "sintética historia de Europa con casos ejemplares", centrada en la última mitad del milenio anterior, desde que en Roma se descubría la Domus Aurea, con los recintos de Nerón hasta entonces cerrados, y que inspiraron a Rafael en sus decoraciones de las estancias vaticanas.
La exposición se organiza a partir de cuatro espacios. El primero evoca la grotta, la gruta artificial de donde proviene el término grotesco, abarcando desde la Domus Aurea hasta los Caprichos y Disparates de Goya. El segundo espacio está dedicado a las artes gráficas del siglo XVIII inglés y el XIX francés. El tercer apartado está dedicado a las vanguardias e incluye obras del simbolismo, dadá y surrealismo, Pablo Picasso, Francis Bacon y Philip Guston. El cuarto espacio permite comprobar que en el arte contemporáneo lo grotesco se mantiene siempre vigente y parece gozar de una gran salud.
José Lebrero mantiene que lo grotesco va más allá del arte de la exageración. Su concepto expositivo reúne tres versiones de un mismo género. La más antigua tiene su origen en los finales del siglo XV y consiste en mostrar formas imaginarias y divertidas con elementos vegetales y seres imaginarios, tal como se daban en los aposentos de Nerón en la Domus Aurea. Vienen después las máscaras del carnaval, el travestismo y la confusión entre la verdad y la mentira que utilizaron desde Bruegel el Viejo hasta los simbolistas o los surrealistas. En el siglo XX, la crítica social y moral se muestra despiadada con el sujeto retratado.
Así, la exposición sigue tres caminos de "génesis y maduración", como ha explicado Lebrero. Éstos se clasifican en el grotesco ornamental que lo componen obras de las últimas décadas del siglo XV y bajo el suelo de Roma, donde se descubren las paredes pintadas de la Domus Áurea. El segundo linaje de lo grotesco abarca desde Brugel hasta los simbolistas y dadaístas, denominándose grotesco abismático. La exposición acaba con el trayecto por lo grotesco cómico que posee "una orientación más social y moral", como ha expresado Lebrero, y engloba comedia, sátira y variaciones modernas de la caricatura o lo burlesco.
Acerca de la muestra: ¿Grotesquería?
1. Valeriano Bozal, Risa lúcida, El cultural, 19.10.2012
El de lo grotesco es un sendero tan misterioso como jocoso, tan trágico como cómico, tan espantoso como tierno. Adentrarse en él provoca apertura mental y risa, de la más lúdica a la más lúcida. A eso invita 'El factor grotesco', la gran exposición que el próximo lunes 22 llega al Museo Picasso de Málaga, comisariada por José Lebrero, con 74 artistas y 270 obras. De Leonardo da Vinci a Bacon, de Goya a Franz West, el historiador del arte Valeriano Bozal pasea por varios siglos de empatía y escarnio. De rechazo y abrazo a lo que somos.
No todas las risas son iguales, hay risas alegres y risas amargas. En ocasiones no sabemos bien cuál es la procedente. No me atrevo a reír ante los Dos perfiles grotescos enfrentados que realizó Leonardo da Vinci en torno a 1485-90, y que figura en la exposición sobre lo grotesco que inaugura el Museo Picasso de Málaga. Algunos de los caprichos de Goya suscitan risa, pero ésta no nos satisface, no es pertinente: reímos de los clientes desplumados por las prostitutas, de las jóvenes que cargan con una silla en la cabeza, de los frailes rijosos y glotones, pero esa risa arroja ya sombra sobre sí misma. Tampoco parece que sea adecuado y justo reír a propósito de algunos fenómenos que, por el contrario, en su tiempo sí hicieron reír: Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, que pintó Juan Sánchez Cotán en 1590, o La monstrua desnuda, de Juan Carreño de Miranda, casi un siglo después, hacia 1680.
La risa que despiertan es hoy improcedente, incorrecta o inapropiada, pero reír de las desgracias humanas ha sido siempre uno de los motores de la comicidad. La caída intempestiva fue el motivo sobre el que se apoyó Baudelaire para iniciar su reflexión sobre la caricatura y la risa. Quizá por eso sea tan sorprendente la dignidad con la que Velázquez pintó a los bufones de la corte.
Hoy ha cambiado el sentido de la risa, también sus motivos, pero ésta no ha desaparecido. Todo lo contrario, se ha incrementado, como la exposición del museo malagueño pone de relieve. Cabe decir que a lo largo de la historia los motivos han variado constantemente y su significado, su ocasión, no han sido siempre los mismos. La risa es histórica, ha acompañado a la sátira y ésta se ejerce sobre unas circunstancias temporales que adquieren en cada época fisonomías diferentes. No es casual que poco después de publicar Goya sus Caprichos, en 1799, la prensa satírica alcanzara un desarrollo hasta entonces inimaginable: periódicos como El Zurriago o La Tercerola, Fray Gerundio animaron el debate político y social en los primeros períodos liberales del siglo XIX, y ya no dejaron de hacerlo, bajo el rótulo general de prensa jocoseria, durante todo el siglo: El motín, El loro, La flaca, son algunas de las cabeceras más conocidas. Para eso fue necesario que el absolutismo fernandino diera paso a momentos en que la libertad de expresión era posible, la agitación política ochocentista alentó como nunca hasta entonces había sucedido un género que dominó en Europa y tuvo en nuestro país algunas de sus expresiones mejores en los dibujos de Ortego, Perea, Cilla...
La risa acompaña a la sátira, la ridiculización ha sido recurso para corregir los vicios, como gustaba decir a los ilustrados. Ahora bien, la sátira propone siempre, explícita o implícitamente, una alternativa: frente al vicio, la virtud y lo correcto frente a lo indeseado. Cuando no hay alternativa surge lo grotesco: es un paso más respecto a la sátira y es un rasgo propio del mundo contemporáneo. Las calles de París y de Madrid, las de Londres, el turno de los partidos, el caciquismo, la violencia reaccionaria, fueron algunos de los motivos en los que abundó la prensa jocoseria: cuando vemos aquellos periódicos podemos llegar a creer que todo el mundo era así, y no faltan datos históricos para pensar que, en efecto, al menos en gran parte así era.
En el siglo XX lo grotesco, que en la centuria anterior dominaba en la prensa jocosa y en la ilustración, y prolongaba lenguajes del siglo ilustrado -las cabezas de Hogarth pasan ahora a ser la Reunión de treinta y cinco cabezas con expresión (1823-1828) de Louis-Leopold Boilly-, se hace con un nuevo territorio, el de la pintura llamada seria, la de los museos y las galerías, el ámbito de la “alta cultura”. Grotescas son las imágenes bien conocidas de Otto Dix y de Grosz, de Heartfield, su presentación de la ciudad, de la guerra, de los enfrentamientos clasistas, la ascensión del nazismo y el peso del militarismo. Grotescas son las pinturas de Asger Jorn y el grupo CoBrA, que tanta influencia tuvieron sobre la pintura española de finales de los años cincuenta y sesenta.
Grotescas las pinturas de Dubuffet y, en nuestro país, las de Antonio Saura, capaz de hacer estallar los tópicos con los que durante la dictadura se justificaba la represión. Grotescas las figuras de Baselitz, cabeza abajo en un mundo invertido. Grotescos los personajes de De Kooning, grotesco Roy Lichtenstein cuando pinta una Cabeza con golpe de brocha II (1987), una parodia del propio lenguaje de la pintura.
Grotesca es la mejor literatura: desde el Bloom de Joyce, que piensa en su desayuno de riñones y en la infidelidad de Molly, hasta el Max Estrella de Valle Inclán, que supo escribir como nadie el esperpento del ruedo ibérico y no dudó en servirse de aquellos “modelos” jocoserios. Grotesco el Gregorio Samsa de La metamorfosis de Kafka: no suscita risa alguna. Y grotesco, también, el dictador chaplinesco, contrapartida lúcida de la voluntad sublimada que filmó Leni Riefensthal: en nuestro país estuvo muchos años prohibido el filme de Chaplin, lo grotesco podía socavar al régimen. ¿Podía?
Lo grotesco se ha convertido en uno de los caminos fundamentales del arte contemporáneo. En su interior habita la sátira, pero ésta no es ya una deformación más o menos caricaturesca de la realidad a la que se parece: el arte contemporáneo construye una imagen nueva, la “fabrica” decía Adorno, desde la cual podemos contemplar lo cotidiano. Los retratos imaginarios de Antonio Saura no representan miméticamente a los monarcas que son su tema, pero nos permiten ver una fisonomía nueva, significativa, de esos monarcas. Doncellas en domingo (1923), de Otto Dix, no son nadie y son todas. El grito de Asger Jorn es el marco en el que cobra sentido la perplejidad producida por los acontecimientos de la Segunda Guerra: ¿cómo fue tanta la violencia y la crueldad extrema? Los retratos y autorretratos de Bacon representan con certeza a los retratados, pero sometidos a una metamorfosis que los descubre mejor. El Gregorio Samsa, de Kafka, es un paradigma de vida cotidiana, narrado con el minucioso realismo del escritor de Praga, y las mujeres cuarteadas de Dubuffet no son tanto la imagen de ésta o aquélla maltratada, que lo son, cuanto de la consideración que de la mujer, del otro, se ha tenido y se tiene.
La sátira está encerrada en esas imágenes y esas imágenes grotescas están encerradas en el mundo que las crea. Ésta es la condición de lo grotesco y la razón de su difusión extraordinaria: el cierre, la conciencia de un mundo cerrado del que no hay escape. No lo tenían ni Gregorio Samsa ni Max Estrella, tampoco los monstruos de Saura o las mujeres cuarteadas de Dubuffet, el resistente de Fautrier, el grito de Jorn, no lo tienen los amantes que Bacon “retrató” con maestría inigualable, las mujeres llenas de maquillaje, de pintura, de Otto Dix.
Durante algún tiempo se pensó que el arte y la literatura podían influir en la vida política y social, se habló de compromiso, se dijo que era preciso mancharse las manos, a riesgo de no tenerlas. El supuesto que late en estas afirmaciones es conocido: el arte de vanguardia se propone una estrecha relación entre arte y vida, acabar con la distancia propia de la academia, acercar el arte a todos. Algunos críticos, Burger entre ellos, consideraron que la vanguardia había fracasado, precisamente, por no cumplir estos propósitos: al contrario, había ampliado la sima entre el arte y el público que debía ser uno con ella. El público no comprendía las pinturas, había hecho de la lectura poética una actividad marginal y, en el ámbito de la novela, se inclinaba por el best seller. El arte era, cada vez en mayor grado, elitista.
No sé si en el momento presente, cuando las visitas a los museos se han masificado, ha crecido el mercado, han aumentado los coleccionistas, -los grandes y los pequeños, aunque no en el grado que desearíamos-, son muchas las galerías que se visitan y los centros de arte de instituciones privadas que mantienen densos programas de divulgación artística, no sé si en este momento puede mantenerse aquel juicio. Quizá habría que matizarlo, pero no cabe duda de que, si el arte se ha encontrado con la vida, ha sido por un camino diferente al previsto. En ese camino, lo grotesco activa resistencias sobre las que habitualmente pasa la cultura de masas. Lo grotesco, al incluir la sátira, la ironía y la parodia, hace de la inseguridad un marco de referencia. Aporta una lucidez que ha cambiado profundamente la orientación que poseía la risa, no sólo la que suscitan las obras recientes, también la que suscitaban las antiguas, pues cada obra de arte tiene la virtud de inducirnos a mirar el pasado de una manera nueva. Quizá ésa sea la razón por la que los bufones y la mujer barbuda, o la monstrua desnuda -hoy hablaríamos de una patología mórbida-, se acompañan de una sombra de la que posiblemente la risa original carecía. La risa se ha hecho lúcida, una cualidad inesperada.
2. Ángeles García, El arte del desprecio y de la risa, El País, 22.10.2012
El factor grotesco protagoniza una exposición en la que la burla y el escarnio desbancan a la belleza.
Leonardo Da Vinci ha pintado la belleza y el misterio de manera insuperable, pero también ha sabido caricaturizar como nadie la esencia de miseria humana. De sus elegantes manos, no solo salieron la Gioconda o La dama del armiño. Sus lápices también se ocuparon de mostrar grotescas caricaturas de hombres movidos por la avaricia y la maldad retratados con bocas desdentadas y mentones desbocados (Dos perfiles grotescos enfrentados, 1485-90), en una imagen que incita a sonreír y a pensar lo peor de los retratados. El genio renacentista quería escarmentar a los protagonistas de la obra, un objetivo que han perseguido los artistas desde los albores del arte y que ha hecho que el escarnio, el desprecio o el espanto conformen una corriente creativa de primer orden.
La belleza e incluso la fealdad han sido exhaustivamente tratadas en la historia del arte. Se trata ahora de acotar el concepto de lo grotesco y contar por qué los artistas recurren a la risa para denunciar la necedad humana. El Museo Picasso de Málaga abre hoy una exposición con 270 obras de 72 artistas de los últimos cinco siglos en la que se intenta definir qué es lo grotesco. Además de varias obras de Picasso, el anfitrión y gran distorsionador, las piezas están firmadas por Francis Bacon, Louise Bourgeois, Otto Dix, James Ensor, Max Ernst, José Gutiérrez Solana, Victor Hugo, Paul Klee, Willem de Kooning, Roy Lichtenstein, René Magritte, Man Ray, Franz Xaver Messerschmidt, Juan Muñoz, Meret Oppenheim, Pablo Picasso, Richard Prince, Juan Sánchez Cotán, Antonio Saura, Thomas Schütte, Cindy Sherman, Leonardo da Vinci o Bill Viola.
Son artistas de procedencias dispares y alejados en el tiempo que tienen en común la forma de retratar algo que les desagrada. Puestas en relación unas obras con otras, se ve que tienen mucho más en común de lo que cabría suponer. Los gesticulantes bustos de Messerschmidt, por ejemplo, tienen la misma hilaridad de las cabezas del grupo escultórico de cinco hombres muertos de risa realizados por Juan Muñoz en los 90. La mujer barbuda de Sánchez Cotán produce un desasosiego similar al que se puede ver en las esculturas Louise Bourgeois.
José Lebrero, director artístico del museo y comisario de la exposición, mantiene que lo grotesco va más allá del arte de la exageración. Su concepto expositivo reúne tres versiones de un mismo género. La más antigua tiene su origen en los finales del siglo XV y consiste en mostrar formas imaginarias y divertidas con elementos vegetales y seres imaginarios, tal como se hijo en los aposentos de Nerón en la Domus Aurea. Vienen después las máscaras del carnaval,el travestismo y la confusión entre la verdad y la mentira que utilizaron desde Bruegel el Viejo hasta los simbolistas o los surrealistas.Ya en el siglo XX, la crítica social y moral se muestra despiadada con el sujeto retratado.
Advierte el comisario que lo grotesco no se mueve en el ámbito exclusivo de la fealdad. Lo retratado puede ser repugnante pero siempre tiene que tener gracia, debe arrancar la sonrisa del espectador. Y así ocurre durante la contemplación de las obras. La dureza de los temas (guerra, locura, estulticia, muerte) encuentra forzosamente la complicidad del público.
¿Son muchos los artistas que han recurrido a lo grotesco para hacer crítica social?. Lebrero opina que una gran mayoría, en algún momento de su carrera, han retratado su entorno con grandes dosis de crueldad y de humor. Las series de Los Caprichos y Los disparates de Goya, prestadas por la Calcografía Nacional; El mono escultor de Watteau o las ilustraciones de Dalí para el Conde de Lautreamont, son tres buenos ejemplos.
3. Natividad Pulido, En los callejones más oscuros del arte, ABC, 23.10.2012, p. 53
Según el Diccionario de la RAE, grotesco es sinónimo de ridículo, extravagante, irregular, grosero y de mal gusto. Nos han contado la Historia del Arte desde muchos prismas, como la belleza o la fealdad (Umberto Eco dedicó a ambas sendos estudios) pero hay otras categorías estéticas que no han sido estudiadas académicamente hasta bien entrado el siglo XX y, por tanto, no forman parte del canon. Con el descubrimiento en el siglo XV de la Domus Aurea, la casa de Nerón en Roma, los artistas pronto copiaron la decoración de las salas que había en aquella "grotta" (personajes monstruosos, extraños, diabólicos), incluido Rafael en las Estancias Vaticanas. Nace el concepto de grotesco.
Pero, ¿qué es lo grotesco en el arte? Responer a esa pregunta es el objetivo que persigue la [...] exposición "El factor grotesco". Tarea nada fácil, según [...] José Lebrero, dada la ambigüedad de este concepto y lo abierta que es esta nueva categoría estética: en ella tienen cabida el desprecio y la piedad, la risa y el llanto, la empatía y el escarnio, el espanto y la ternura, el rechazo y el abrazo".
4. Cristóbal G. Montilla, La genialidad de lo deforme inunda el Museo Picasso, El Mundo, 23.10.2013
Le llaman 'El factor grotesco' y, por mucho que la expresión despiste, hay en esta exposición un recorrido por esas genialidades en las que ciertos artistas terminaron haciéndose grandes con el reflejo de lo deforme o exagerado. Esas brillantes miradas creativas que transcienden la realidad acaparan las dos salas del Museo Picasso de Málaga, y lo llenan de pinturas y esculturas, e incluso de coqueteos con la literatura, el cine o el diseño.
Son más de 250 obras, de unos 70 creadores, y se empieza, ni más ni menos, que ante los perfiles grotescos y misteriosas sonrisas de ancianos que emborronó Leonardo Da Vinci. En esta sala iniciática también hay viajes a los orígenes de Roma y esculturas helenísticas anónimas, o están un cuadro atribuido a El Bosco, la serie Los siete pecados capitales, de Pieter Bruegel el Viejo, los caprichos y disparates de Goya, o Un enano de Velázquez, de Francisco Ribera.
A continuación se emprende un salto de modernidad ante tres magritte, con La bella sociedad en un papel estelar, Microbio, de Max Ernst, los grabados de Dalí o una pieza de Louise Bourgeois. A esta altura, no tarda en llegar un rincón que le da el protagonismo a la obra de James Ensor. O se escrutan las mujeres de Otto Dix, varios picasso, la oscuridad de Solana y se adivinan a Paul Klee y Bacon.
Luego, regresa algún óleo de Picasso, ladra El perro de Goya, de Antonio Saura, y gritan los universos de Roy Lichtenstein o Philip Guston. Es la antesala a un viaje por lo que deparó los siglos XVIII y XIX entre los intelectuales franceses o ingleses. Aquí entran los dibujos de Víctor Hugo, libros ilustrados por Gustave Doré, Escena de circo, de Toulouse-Lautrec, y las cabezas acumuladas por Boilly.
En el epílogo del itinerario expositivo, se suceden otras visiones firmadas por creadores actuales que tampoco dejarán indiferente al espectador, que llega a esta parte con la mirada ya entrenada y se encuentra con un patio ebrio de belleza. Si se siguen las palabras del director del Picasso malagueño, José Lebrero, ante muchas de estas propuestas se recuerda que en los tiempos que corren lo grotesco goza de muy buena salud, "aunque esto no siempre sea una buena noticia". Y de ahí las alusiones al mundo de lo audiovisual o incluso a la televisión con las que culmina el recorrido.
Justo antes de entrar en esta zona de penumbra donde se suceden las proyecciones o las creaciones con una iluminación muy sugerente, las esculturas se apoderan de las emociones. Así, es inevitable acercarse al conjunto escultórico Cuatro riéndose unos de otros, que une a hombres en los que brota la identidad del universo de Juan Muñoz.
Este nuevo grito de modernidad lo entonan, igualmente, una escultura de Willem de Kooning, un misterioso payaso fotografiado por Cindy Sherman, la sucesión de cabezas que Thomas Schütte tituló Viejos amigos, o un animalillo que se intuye de reojo y viene a ser un Castor con el sello de Curro González. Eso sí, en cuanto se escrutan las paredes es imposible no contemplar dos óleos de gran tamaño que destilan la inmensidad pictórica de Georg Baselitz. Uno de ellos es El revisor, y el otro El contramaestre. Vienen a ser los retratos de sendas cabezas. Dos más en una travesía plagada de reproducciones diversas de la masa pesante que remata al ser humano, y sin cuyos aparentes razonamientos no se entenderían las deformaciones de la realidad de la que la historia del arte no ha dejado de hacerse eco a lo largo de los siglos.
Es la tónica dominante, pero nunca aburrida, de la que bebe esta exposición temporal, la de mayor envergadura que ha organizado el Museo Picasso en sus nueve años de andadura. No en vano, para hacerla posible ha sido necesario un trabajo que se ha alargado en un tercio de su existencia museística, ya que su gestación comenzó hace tres años. Quizás, sin tan ardua tarea no se entendería la consecución de tantos préstamos privados o llegados desde centros de arte que están entre los más importantes del mundo. O, si se llama a las cosas por su nombre, desde pinacotecas como The British Museum de Londres, el Belvedere de Viena, el Louvre de París, el Prado de Madrid, The Museum of Modern Art de Nueva York, The Royal Collection de Londres y Victoria & Albert Museum, también londinense.
5. Juan Bosco Díaz Urmeneta, El monstruo es más humano que el hombre, El País, 26.11.2012
Lo grotesco es difícil: no es fácil precisar su concepto y menos aún seguir su trayectoria por épocas y culturas en las que va adquiriendo nuevo sentido y alcance. Las obras expuestas articulan esta red de conexiones y bifurcaciones, a veces insospechadas (como anticipa en el umbral de la muestra un pormenorizado dibujo de Curro González). El catálogo desgrana paso a paso el concepto, separándolo de lo monstruoso, lo feo, lo cómico o lo siniestro.
Parte la exposición de los seres híbridos pintados en los muros del palacio de Nerón, la Domus Áurea, excavado en el siglo XV. Esas imágenes de la grotta, grotteschi, raras figuras humanas con injertos de animal y planta, encandilan a la época. Se estudian, analizan y pintan, aunque sin incluirlas en el cuadro. Sólo son parerga: circundan lienzos o frescos, separándolos así del muro al que además hacen vibrar con sus fantásticos perfiles.
Pero pronto figuras análogas entran en el espacio mismo de la representación. Miguel Ángel dibuja una cabeza humana con rasgos animales y, antes, Leonardo traza rostros deformes, casi siempre de ancianos, que hacen pensar en una naturaleza que, agotada, se retrae y abandona sus facciones a la erosión del tiempo.
Los dibujos de Leonardo y Miguel Ángel no pasan del papel al cuadro. No ocurre así en la Europa del Norte. Separada de la herencia clásica y fiel al legado medieval, prodiga otras figuras, también híbridas y degradadas. Las tentaciones de san Antonio y los pecados capitales son temas fértiles que trabajan El Bosco y Brueghel el Viejo. Pero sus figuras no son diablos medievales, sino seres mucho más cercanos, modelados por las metamorfosis del vicio. La idea de grotesco se afina: no traza monstruos sino seres humanos cuyos rasgos, mezclados y deformes, no son simplemente feos sino índices del animal que domina en ellos, y muestran así la pérdida de identidad humana. Esto se cumple también, aunque con intención diferente, en las drôleries de Jamnitzer o Dietterling el Joven, fechadas un siglo después: sus valentones y galantes son animalejos mecánicos, carentes de humanidad.
A todo esto se une la aportación española: enanos, locos, mujeres barbudas o increíblemente obesas que muestran su anormalidad sin perder por ello un ápice de dignidad. Por eso, señala el profesor Bozal, reprimen la sonrisa de quien los mira. Esas figuras añaden a lo grotesco un inquietante valor de umbral: la deformidad que muestran no nos es ajena, puede caer sobre nosotros. Lo grotesco remite al abismo de una naturaleza ciega e inhumana, pero ese abismo es amenaza permanente, abierta ante nuestros pies.
Casi todas estas imágenes se sitúan en los márgenes de un arte volcado aún en la gracia y la belleza, pero esto cambiará en el siglo XVIII. Las nuevas clases medias, ajenas a la exigencia del decorum, disfrutan del ridículo en que ellas mismas caen, al querer imitar a la nobleza, y del que advierten en los sinsabores de aristócratas arruinados. Hogarth muestra las miserias del matrimonio de conveniencia y los pies de barro de la nueva burguesía. El género, nacido del arte popular, va desde caricaturas (Gillray o Rowlandson) hasta cuidadas estampas. Aunque su difusión irritara a Goethe, son obras que se imponen porque poseen la chispa de la invención y el aguijón de cuanto hace pensar. De ahí que arrinconen al clasicismo académico que, según un breve cuadro de Watteau, sólo exige la imitación de la que es capaz un mono.
En este nuevo camino, la singular aportación de Goya: Caprichos y Disparates reúnen las sucesivas modelaciones de lo grotesco, añadiéndoles la desazón de su cotidianidad. Lo grotesco ya no es una rareza, y su figura, más que motivar alegatos morales, señala el caos oculto que alienta en nuestro interior. La época que se avecina tendrá que tomar en serio la dimensión oscura del instinto: no es posible vivir sin él, pero nos lleva al límite de la animalidad. De ahí, los fecundos brotes del siglo XIX: un monstruo, Quasimodo, posee una rica humanidad que está sin embargo ausente del ciudadano medio, dibujado por el propio Víctor Hugo o por Boilly y Daumier. Éste además hace de Luis Felipe de Orleans un Gargantúa insaciable que devora las riquezas del país. La reflexión culminará en Baudelaire para quien lo grotesco —que designa como lo cómico absoluto— es la caída en la animalidad del ciudadano respetable que muestra así su verdadera condición. Los dibujos de Grandville dan buena cuenta de ello.
Ensor prefiere mostrar este desvanecimiento de la humanidad mediante sus máscaras, una dirección que prolongan, en vísperas del fascismo, los trabajos de Grosz, Dix y Beckman. Los cáusticos collages de Hannah Hoch parecen marcar una nueva dirección: sugieren que la conciencia moderna se articula con fragmentos de tópicos sociales que la invaden a su antojo. Lo grotesco se hace de este modo más próximo: convivimos con él, se hace familiar y así se manifiesta con serenidad en los cuadros de Magritte, de modo insidioso en los objetos de Meret Oppenheim y en los dibujos de Dalí para Los cantos de Maldoror, y de manera brutal en las Muñecas de Bellmer.
Más acá del surrealismo, la camaradería con lo grotesco parece convertirse en tema recurrente de reflexión. Revestirá especial patetismo en las desmoronadas figuras de Bacon, los duros perfiles de Philip Guston y las feroces mujeres de De Kooning, y se antojará sorprendente en la repentina Giganta de Jeff Wall, pero, en general, las obras contemporáneas tratan su vecindad con la tranquila lucidez de quien sabe que el abismo que anunciaban ciertas obras del Siglo de Oro español no es una amenaza sino sencillamente nuestra condición. Las risas por nada de las esculturas de Juan Muñoz, la mirada paranoica del vigilante profesional en las figuras de Georg Baselitz y las desfiguraciones, breves en los Descartes infrarrojos de Bruce Nauman y más acentuadas en Viejos Amigos de Thomas Schütte, así lo atestiguan. Es la culminación contemporánea de una larga marcha anticipada por un artista, poco conocido del siglo XVIII, Franz Xavier Messerschmidt que, tal vez bajo la influencia de las indagaciones fisiognómicas de Lavater, supo ver que los gestos más frecuentes y ordinarios estaban tocados por la ruina de lo grotesco.
La muestra abre caminos. Quizá haya quien eche de menos a este o aquel autor, o a determinadas obras, pero el comisario, José Lebrero, y su asesor, el profesor Luis Puelles, no perseguían un inventario de nombres sino tejer una red de problemas y preguntas, y esto lo consiguen plenamente.
6. José Antonio Martín Santos , Factor grotesco, A foro libre, 13.12.2012
El factor grotesco: título cinematográfico, de puro género negro. El lado oscuro de la naturaleza humana, la fealdad. Lo innombrable, lo híbrido, lo absurdo. Porque parece que de eso va la propuesta expositiva. Indagar que han visto los artistas cuando han mirado en el lado oscuro del hombre, de la sociedad.
Lo grotesco surge históricamente en el siglo XV tras el descubrimiento de la Domus Áurea (palacio de Nerón, s.I d.C.) que, al descubrirse se confunde con una gruta (gruttesco, de la gruta). La Domus Áurea, como estancias privadas, estaban decoradas con muchos elementos ornamentales de carácter fantasioso, “personajes” híbridos mezcla de hombre y animal, plantas, etc. Esa es la primera acepción del término grotesco. Lo decorativo, fantasioso y absurdo. Ejemplo de ello tenemos en nuestra exposición en las ilustraciones de Enea Vico.
Lo grotesco también es una forma de mirar lo que muchos artistas han mirado a lo largo de los siglos. Lo exagerado, lo deforme, lo injusto, lo ofensivo, lo incomprensible. Todo lo deforme, sobre todo lo que está bajo la capa de la normalidad.
Ya lo descubrió da Vinci, lo feo es lo natural deformado. Quizás por ello los dibujos de da Vinci son los primeros que vemos al introducirnos por la entrada a la gruta-exposición. Por vez primera la fealdad, como tal, se coloca junto a la belleza. O quizás debamos decir lo deformado se extrae de lo normal mediante la exageración de sus partes. La fealdad está escondida en la belleza.
¿Pero como llamar a los personajes que habitan en los cuadros del Bosco o de Bruegel? ¿Grotescos? A nuestros ojos sin lugar a dudas. Hombres peces, mujeres que tienen como cabellera una cabaña, animales con cabezas humanas, absurdo, grotesco al fin. Pero los personajes del Bosco, o los de Bruegel que en apariencia eran grotescos, no lo eran así para sus contemporáneos, ni pueden serlo con rigor histórico. Los monstruos que vemos en esas pinturas son pecadores condenados al infierno, casi mejor decir que son los pecados. Hoy vemos monstruos, ayer vieron pecados, avisos de condenación eterna. Propaganda de la Iglesia. Visiones de una sociedad antigua. A propósito ¿no os parece que esas visiones antiguas están volviendo por la puerta de atrás a nuestro mundo?.
Lo expuesto es un “totum revolutum” unido por un hilo de sedal fuerte y casi invisible. Una red que atrapa, pues por feas que sean las realidades que representan las obras expuestas, ya lo dijo Duchamp, una vez adecuadamente expuestas y contempladas se convierten en hermosas. La mujer barbuda de Sánchez Cotán, los enanos de Velázquez dibujados por Ribera, no son grotescos o monstruosos en sentido moderno. Son entrañables, sinceros, no engañan aunque se saben deformes. Son realistas y fueron físicamente reales.
Y en eso estábamos cuando aparece lo moderno, Messerchmidt, Boilly, que hacen más explícitas aún las enseñanzas de Leonardo. Estiremos los gestos, las narices, el entrecejo y saldrán nuestros monstruos. Los que llevamos dentro.
Espléndido otoño cultural este que vivimos en Málaga. Más de 240 obras de artistas “prime time” y clásicos de la serie B. El mundo moderno, ese que explotó en dos guerras mundiales, movimientos de liberación, revoluciones proletarias, movimientos fascistas, paraísos comunistas. Promesas de riquezas sin fin: al fin, miseria y millones de muertos. Así que ¿Qué queremos que pinten Grosz, Dix, Magritte, Gutiérrez Solana, y tantos otros?
Decíamos arriba que este otoño cultural que vivimos en Málaga es espléndido, inusitado, casi desconcertante con las penurias y miserias de nuestro presente. Teatro, Jazz, Clásica, Literatura, de todo un poco y bueno.
Lo mejor por méritos propios es la propuesta del Museo Picasso Málaga: el factor grotesco. Bueno, pues si ven la planta baja de la exposición cuando ya se están marchando, cuando parece que no veremos más, al final de los surrealistas y expresionistas, volverán a contemplar muchos quilates, quilates de violencia interior, de dolor, tristeza, sufrimiento. Quilates de arte grande. Como desde nunca hemos visto aquí. Rainer, Cindy Sherman (¡que espléndida payaso!, ¿la única mujer en tantos siglos?¡que mundo!), Juan Muñoz, Bill Viola, Jeff Wall, Paula Rego, Schütte.
Y cómo no, don Pablo Picasso.
En resumen una exposición fantasiosa, híbrida, imposible, innombrable, pero nada oscura, ni perversa, ni decorativa, absurda u ornamental. Y por supuesto útil, precisa, expresiva, pero no grotesca. Los grotescos somos nosotros.
Que la disfruten. Pero piensen en el dolor que hubo tras cada uno de los hombres y mujeres cuando hicieron esas obras.
7. Maite Méndez Baigues, El factor grotesco, Letras Libres, 1.1.2013
El Museo Picasso Málaga dedica una excelente muestra al concepto estético de lo grotesco, desde prácticamente sus orígenes, asociados al descubrimiento renacentista de los grutescos romanos, hasta el arte actual. Se ha reunido una inmensa nómina de artistas y obras para mostrar la conjunción de los muchos factores que dan como resultado lo grotesco, una idea que destaca por su carácter escurridizo incluso en el contexto de las categorías estéticas, minado de nociones difíciles de definir con nitidez. Montar una exposición en torno a una idea estética, en lugar de dejarse llevar por la comodidad del “nombre propio”, entraña embarcarse en una aventura no exenta de riesgos; y eso es lo que han hecho José Lebrero (comisario de la exposición, y director del museo) y Luis Puelles (profesor de estética en la Universidad de Málaga).
En El factor grotesco se traza un recorrido que se remonta a finales del siglo XV, el momento del hallazgo de los grutescos que componen la decoración en estuco y pintura mural de la arquitectura romana, y alcanza hasta las manifestaciones de lo grotesco en el arte de nuestros días. A lo largo de esos siglos el grutesco, en principio sinónimo de arabesco, de lo ornamental por excelencia, dotado de elegancia, encanto y gusto, desemboca con el tiempo precisamente en todo lo contrario: lo opuesto a la gracia. Y es que entre esos motivos decorativos que los artistas renacentistas encontraron desperdigados por las ruinas romanas había algunos “monstruitos”, así como elementos que, por lo general, faltaban a las estrictas reglas de los órdenes clásicos. A la postre, será bajo la forma de lo deforme, burlesco, ridículo o exagerado como se configurará lo grotesco en la historia del arte occidental. Como una constante, se sitúa, en realidad, en la intersección de un sinfín de ámbitos, pues habría que añadir su parentesco con lo cómico, lo caricaturesco, lo fantasioso, lo extravagante, lo grosero, lo falso, lo feo, patético, curioso, pintoresco, su acepción de accidente que nos descompone, nos desbarata y muestra ridículos...
Lo grotesco es una categoría referida a lo heterogéneo y híbrido (como los propios orígenes de su sufijo, -esco). Dentro de la cultura occidental, lo dotado de gracia siempre se parece, mientras que las cosas o gentes grotescas dependen del tiempo y del lugar, lo son cada una a su manera, como las familias tristes. Esto complica aún más la capacidad de mantener en pie una exposición y un discurso teórico convincentes sobre esta categoría. Y por eso, parece muy acertado que, aquí, el discurso sobre lo grotesco se haya planteado a modo de ensayo o hipótesis: ese es el carácter que se ha dado tanto a la propia exposición –sus obras y sus itinerarios– como al libro que la acompaña, que con sus nueve capítulos a cargo de reconocidos especialistas en la materia funciona, más que como un catálogo, como una prolongación de esa reflexión teórica que tiene lugar también en las salas del museo.
Bichos, monos escultores, mujeres barbudas, máscaras, risas dentadas, monstruos de diverso pelaje, animales, caricaturas, rostros desencajados, ojos desorbitados, carnes que se desbordan, cabezas con forma de huevo, seres híbridos, personajes barrigudos, borrachos que vomitan, freaks, estípites, hermes, roleos y hojas de acanto, payasos temibles –como todos lo payasos–, muecas burdas y de mal gusto han venido a poblar, en alegre algarabía, las salas del Museo Picasso, desafiando al buen gusto, a la norma y a la medida, en suma, a la belleza que durante largos siglos (demasiados, parecen opinar todos estos personajes y motivos) se había adueñado injustamente del discurso estético occidental. La expresión parece ir de la mano de lo grotesco en todo momento, así como la risa que descoyunta literalmente a los enigmáticos personajes de Juan Muñoz.
Intentando poner un orden a una categoría que se ramifica de modo tan frenético, los responsables de esta exposición han ideado un itinerario con tres recorridos o linajes: lo grotesco ornamental (el correspondiente a su origen –y el propio libro, con sus márgenes ornamentados, hace un guiño a este linaje), lo grotesco abismático (que conduce de Brueghel a los simbolistas y los dadaístas, mostrando el vacío o la nada que nos da sustento), y lo grotesco cómico (en el que se despliegan la risa y burla sociales y morales, donde se puede advertir cómo se intenta combatir con risas la propia necedad de lo humano). Todo ello bajo la idea de que el desenlace, nuestro siglo XXI, es de por sí, y ante todo, grotesco.
De hecho, esos tres ejes se cruzan en el montaje de la exposición con el cronológico o histórico, que conduce así de los antecedentes helenísticos a las caricaturas de Leonardo, y a la Europa septentrional, a la moral y el vicio, al Bosco y Brueghel, al barroco español con sus enanos y prodigios “naturales”; y a la burguesía del XVIII, esa clase en sí misma caricaturesca o ridícula en sus pretensiones sociales, o a Goya, un punto de inflexión, según Valeriano Bozal, porque en su disparate ridículo ya no sitúa lo grotesco en lo excepcional, sino que aprecia que lo monstruoso ha invadido el ámbito de lo cotidiano. Y de aquí pasa al romanticismo, al simbolismo y a las vanguardias del siglo XX: expresionismo, surrealismo y dadá (Magritte, Grosz, Hanna Höch, Schwitters, Otto Dix, Dalí, Meret Oppenheim, etc.), en cuyo arte lo grotesco se acomoda de una forma tan natural que no puede dejar de inquietar sobre nuestra condición; da la impresión de ser solo el preámbulo del imperio de lo abyecto que se dará a partir de los noventa (están presentes Cindy Sherman o Bruce Nauman en esta exposición), y que, con su recurso a fluidos corporales, configurará ese retorno de lo real al que se refería Hal Foster: retorno de lo real como trauma, asentado en cuerpos que no están separados del resto del mundo, sino que salen fuera de sí; el final de siglo parece una especie de paraíso de lo grotesco. Toda esta evolución casi como para demostrar que la realidad actual es el retrato mismo de lo grotesco; algo fácil de deducir si tenemos en cuenta el gusto de nuestra época por lo cutre y lo lumpen, o bien que, como afirma Puelles en su texto, es grotesco el desacuerdo entre nuestros deseos y nuestras realidades.
La intención de esta exposición era, afirma su comisario, propiciar el debate, trazar una red de cuestiones y problemas, que se van engarzando en múltiples relatos. Y así se cumple.
En una de sus salas, y en la portada del libro, se puede contemplar la Brígida del Río de Sánchez Cotán (1590), retrato de la mujer barbuda de Peñaranda. En realidad, cuando uno se para a pensarlo, lo que está viendo en este cuadro parece más bien un pequeño hombre con barba y con atuendo femenino. Una mujer con barba podría ser motivo de risa y, sin embargo, este personaje nos sostiene la mirada con un gesto de tanta indefensión que más bien mueve a una especie de compasión. Bozal habla de la confusión de emociones a la que nos enfrenta lo grotesco. Así que lo que en teoría debería ser cómico acaba evocándome el verso de Szymborska, “de cada cien personas, /[...] / las dignas de compasión: / noventa y nueve, / las mortales: / cien de cien”, y convierte la experiencia de lo grotesco en compasión por todo lo que ha de morir.
Juan Sánchez Cotán, Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, óleo, 1590 Museo del Prado, Madrid - Más allá de la Barba |
¿Qué es lo grotesco en el arte? Es lo que quien vista el Museo Picasso de Málaga se pregunta ante la exposición temporal compuesta por 270 obras de 74 artistas entre los que figuran Leonardo da Vinci, Francisco Goya, James Ensor y Paul Klee. La muestra, afirma José Lebrero, "remite a cuestiones globales o universales como la piedad, la risa, el llanto, la ternura, el espanto, el rechazo o el abrazo ante lo que somos."
Para responder a la pregunta de qué es lo grotesco, la exposición "pretende enseñar y volver visibles algunos argumentos que hasta ahora no se habían visto, dando voz estética a autores y obras que hasta ahora no la tenían". Además, "por primera vez se yuxtaponen y relacionan obras específicas de artistas diversos que, según ciertas interpretaciones canónicas, son aparentemente inasociables".
Así, están Leonardo da Vinci con George Grosz, Paul Klee con Francis Bacon, René Magritte con Louise Bourgeois, y Roy Lichtenstein con Pablo Picasso.
Según Lebrero se trata de una "sintética historia de Europa con casos ejemplares", centrada en la última mitad del milenio anterior, desde que en Roma se descubría la Domus Aurea, con los recintos de Nerón hasta entonces cerrados, y que inspiraron a Rafael en sus decoraciones de las estancias vaticanas.
La exposición se organiza a partir de cuatro espacios. El primero evoca la grotta, la gruta artificial de donde proviene el término grotesco, abarcando desde la Domus Aurea hasta los Caprichos y Disparates de Goya. El segundo espacio está dedicado a las artes gráficas del siglo XVIII inglés y el XIX francés. El tercer apartado está dedicado a las vanguardias e incluye obras del simbolismo, dadá y surrealismo, Pablo Picasso, Francis Bacon y Philip Guston. El cuarto espacio permite comprobar que en el arte contemporáneo lo grotesco se mantiene siempre vigente y parece gozar de una gran salud.
Curro González, Cartografía grotesca, 2012 |
José Lebrero mantiene que lo grotesco va más allá del arte de la exageración. Su concepto expositivo reúne tres versiones de un mismo género. La más antigua tiene su origen en los finales del siglo XV y consiste en mostrar formas imaginarias y divertidas con elementos vegetales y seres imaginarios, tal como se daban en los aposentos de Nerón en la Domus Aurea. Vienen después las máscaras del carnaval, el travestismo y la confusión entre la verdad y la mentira que utilizaron desde Bruegel el Viejo hasta los simbolistas o los surrealistas. En el siglo XX, la crítica social y moral se muestra despiadada con el sujeto retratado.
Así, la exposición sigue tres caminos de "génesis y maduración", como ha explicado Lebrero. Éstos se clasifican en el grotesco ornamental que lo componen obras de las últimas décadas del siglo XV y bajo el suelo de Roma, donde se descubren las paredes pintadas de la Domus Áurea. El segundo linaje de lo grotesco abarca desde Brugel hasta los simbolistas y dadaístas, denominándose grotesco abismático. La exposición acaba con el trayecto por lo grotesco cómico que posee "una orientación más social y moral", como ha expresado Lebrero, y engloba comedia, sátira y variaciones modernas de la caricatura o lo burlesco.
Escultura helenística, Cabeza grotesca, proveniente de Esmirna Musée du Louvre, París |
Enea Vico interpretado por Tomaso Barlacchi, Panel ornamental grutesco, grabado, 1541. British Museum, Londres |
Leonardo da Vinci, Dos perfiles grotescos enfrentados, pluma, 1485-90 Royal Collection, Windsor |
Louis-Léopold Boilly (1761-1845), Reunión de 35 cabezas expresivas (Reunión de trente-cinq têtes d'expression), 1825. MUba Eugène Leroy, Musée des Beaux-Arts, Tourcoing |
James Ensor, Máscaras contemplando una tortuga, óleo, 1894 |
Otto Dix, Domésticas en día domingo, 1923 |
René Magritte, Alta sociedad, 1965-66 |
Francis Bacon, Estudio para un retrato (Papa), 1957 |
Roy Lichtenstein, Brochazo II, 1989 |
Acerca de la muestra: ¿Grotesquería?
1. Valeriano Bozal, Risa lúcida, El cultural, 19.10.2012
El de lo grotesco es un sendero tan misterioso como jocoso, tan trágico como cómico, tan espantoso como tierno. Adentrarse en él provoca apertura mental y risa, de la más lúdica a la más lúcida. A eso invita 'El factor grotesco', la gran exposición que el próximo lunes 22 llega al Museo Picasso de Málaga, comisariada por José Lebrero, con 74 artistas y 270 obras. De Leonardo da Vinci a Bacon, de Goya a Franz West, el historiador del arte Valeriano Bozal pasea por varios siglos de empatía y escarnio. De rechazo y abrazo a lo que somos.
No todas las risas son iguales, hay risas alegres y risas amargas. En ocasiones no sabemos bien cuál es la procedente. No me atrevo a reír ante los Dos perfiles grotescos enfrentados que realizó Leonardo da Vinci en torno a 1485-90, y que figura en la exposición sobre lo grotesco que inaugura el Museo Picasso de Málaga. Algunos de los caprichos de Goya suscitan risa, pero ésta no nos satisface, no es pertinente: reímos de los clientes desplumados por las prostitutas, de las jóvenes que cargan con una silla en la cabeza, de los frailes rijosos y glotones, pero esa risa arroja ya sombra sobre sí misma. Tampoco parece que sea adecuado y justo reír a propósito de algunos fenómenos que, por el contrario, en su tiempo sí hicieron reír: Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, que pintó Juan Sánchez Cotán en 1590, o La monstrua desnuda, de Juan Carreño de Miranda, casi un siglo después, hacia 1680.
La risa que despiertan es hoy improcedente, incorrecta o inapropiada, pero reír de las desgracias humanas ha sido siempre uno de los motores de la comicidad. La caída intempestiva fue el motivo sobre el que se apoyó Baudelaire para iniciar su reflexión sobre la caricatura y la risa. Quizá por eso sea tan sorprendente la dignidad con la que Velázquez pintó a los bufones de la corte.
Hoy ha cambiado el sentido de la risa, también sus motivos, pero ésta no ha desaparecido. Todo lo contrario, se ha incrementado, como la exposición del museo malagueño pone de relieve. Cabe decir que a lo largo de la historia los motivos han variado constantemente y su significado, su ocasión, no han sido siempre los mismos. La risa es histórica, ha acompañado a la sátira y ésta se ejerce sobre unas circunstancias temporales que adquieren en cada época fisonomías diferentes. No es casual que poco después de publicar Goya sus Caprichos, en 1799, la prensa satírica alcanzara un desarrollo hasta entonces inimaginable: periódicos como El Zurriago o La Tercerola, Fray Gerundio animaron el debate político y social en los primeros períodos liberales del siglo XIX, y ya no dejaron de hacerlo, bajo el rótulo general de prensa jocoseria, durante todo el siglo: El motín, El loro, La flaca, son algunas de las cabeceras más conocidas. Para eso fue necesario que el absolutismo fernandino diera paso a momentos en que la libertad de expresión era posible, la agitación política ochocentista alentó como nunca hasta entonces había sucedido un género que dominó en Europa y tuvo en nuestro país algunas de sus expresiones mejores en los dibujos de Ortego, Perea, Cilla...
La risa acompaña a la sátira, la ridiculización ha sido recurso para corregir los vicios, como gustaba decir a los ilustrados. Ahora bien, la sátira propone siempre, explícita o implícitamente, una alternativa: frente al vicio, la virtud y lo correcto frente a lo indeseado. Cuando no hay alternativa surge lo grotesco: es un paso más respecto a la sátira y es un rasgo propio del mundo contemporáneo. Las calles de París y de Madrid, las de Londres, el turno de los partidos, el caciquismo, la violencia reaccionaria, fueron algunos de los motivos en los que abundó la prensa jocoseria: cuando vemos aquellos periódicos podemos llegar a creer que todo el mundo era así, y no faltan datos históricos para pensar que, en efecto, al menos en gran parte así era.
En el siglo XX lo grotesco, que en la centuria anterior dominaba en la prensa jocosa y en la ilustración, y prolongaba lenguajes del siglo ilustrado -las cabezas de Hogarth pasan ahora a ser la Reunión de treinta y cinco cabezas con expresión (1823-1828) de Louis-Leopold Boilly-, se hace con un nuevo territorio, el de la pintura llamada seria, la de los museos y las galerías, el ámbito de la “alta cultura”. Grotescas son las imágenes bien conocidas de Otto Dix y de Grosz, de Heartfield, su presentación de la ciudad, de la guerra, de los enfrentamientos clasistas, la ascensión del nazismo y el peso del militarismo. Grotescas son las pinturas de Asger Jorn y el grupo CoBrA, que tanta influencia tuvieron sobre la pintura española de finales de los años cincuenta y sesenta.
Grotescas las pinturas de Dubuffet y, en nuestro país, las de Antonio Saura, capaz de hacer estallar los tópicos con los que durante la dictadura se justificaba la represión. Grotescas las figuras de Baselitz, cabeza abajo en un mundo invertido. Grotescos los personajes de De Kooning, grotesco Roy Lichtenstein cuando pinta una Cabeza con golpe de brocha II (1987), una parodia del propio lenguaje de la pintura.
Grotesca es la mejor literatura: desde el Bloom de Joyce, que piensa en su desayuno de riñones y en la infidelidad de Molly, hasta el Max Estrella de Valle Inclán, que supo escribir como nadie el esperpento del ruedo ibérico y no dudó en servirse de aquellos “modelos” jocoserios. Grotesco el Gregorio Samsa de La metamorfosis de Kafka: no suscita risa alguna. Y grotesco, también, el dictador chaplinesco, contrapartida lúcida de la voluntad sublimada que filmó Leni Riefensthal: en nuestro país estuvo muchos años prohibido el filme de Chaplin, lo grotesco podía socavar al régimen. ¿Podía?
Lo grotesco se ha convertido en uno de los caminos fundamentales del arte contemporáneo. En su interior habita la sátira, pero ésta no es ya una deformación más o menos caricaturesca de la realidad a la que se parece: el arte contemporáneo construye una imagen nueva, la “fabrica” decía Adorno, desde la cual podemos contemplar lo cotidiano. Los retratos imaginarios de Antonio Saura no representan miméticamente a los monarcas que son su tema, pero nos permiten ver una fisonomía nueva, significativa, de esos monarcas. Doncellas en domingo (1923), de Otto Dix, no son nadie y son todas. El grito de Asger Jorn es el marco en el que cobra sentido la perplejidad producida por los acontecimientos de la Segunda Guerra: ¿cómo fue tanta la violencia y la crueldad extrema? Los retratos y autorretratos de Bacon representan con certeza a los retratados, pero sometidos a una metamorfosis que los descubre mejor. El Gregorio Samsa, de Kafka, es un paradigma de vida cotidiana, narrado con el minucioso realismo del escritor de Praga, y las mujeres cuarteadas de Dubuffet no son tanto la imagen de ésta o aquélla maltratada, que lo son, cuanto de la consideración que de la mujer, del otro, se ha tenido y se tiene.
La sátira está encerrada en esas imágenes y esas imágenes grotescas están encerradas en el mundo que las crea. Ésta es la condición de lo grotesco y la razón de su difusión extraordinaria: el cierre, la conciencia de un mundo cerrado del que no hay escape. No lo tenían ni Gregorio Samsa ni Max Estrella, tampoco los monstruos de Saura o las mujeres cuarteadas de Dubuffet, el resistente de Fautrier, el grito de Jorn, no lo tienen los amantes que Bacon “retrató” con maestría inigualable, las mujeres llenas de maquillaje, de pintura, de Otto Dix.
Durante algún tiempo se pensó que el arte y la literatura podían influir en la vida política y social, se habló de compromiso, se dijo que era preciso mancharse las manos, a riesgo de no tenerlas. El supuesto que late en estas afirmaciones es conocido: el arte de vanguardia se propone una estrecha relación entre arte y vida, acabar con la distancia propia de la academia, acercar el arte a todos. Algunos críticos, Burger entre ellos, consideraron que la vanguardia había fracasado, precisamente, por no cumplir estos propósitos: al contrario, había ampliado la sima entre el arte y el público que debía ser uno con ella. El público no comprendía las pinturas, había hecho de la lectura poética una actividad marginal y, en el ámbito de la novela, se inclinaba por el best seller. El arte era, cada vez en mayor grado, elitista.
No sé si en el momento presente, cuando las visitas a los museos se han masificado, ha crecido el mercado, han aumentado los coleccionistas, -los grandes y los pequeños, aunque no en el grado que desearíamos-, son muchas las galerías que se visitan y los centros de arte de instituciones privadas que mantienen densos programas de divulgación artística, no sé si en este momento puede mantenerse aquel juicio. Quizá habría que matizarlo, pero no cabe duda de que, si el arte se ha encontrado con la vida, ha sido por un camino diferente al previsto. En ese camino, lo grotesco activa resistencias sobre las que habitualmente pasa la cultura de masas. Lo grotesco, al incluir la sátira, la ironía y la parodia, hace de la inseguridad un marco de referencia. Aporta una lucidez que ha cambiado profundamente la orientación que poseía la risa, no sólo la que suscitan las obras recientes, también la que suscitaban las antiguas, pues cada obra de arte tiene la virtud de inducirnos a mirar el pasado de una manera nueva. Quizá ésa sea la razón por la que los bufones y la mujer barbuda, o la monstrua desnuda -hoy hablaríamos de una patología mórbida-, se acompañan de una sombra de la que posiblemente la risa original carecía. La risa se ha hecho lúcida, una cualidad inesperada.
2. Ángeles García, El arte del desprecio y de la risa, El País, 22.10.2012
El factor grotesco protagoniza una exposición en la que la burla y el escarnio desbancan a la belleza.
Leonardo Da Vinci ha pintado la belleza y el misterio de manera insuperable, pero también ha sabido caricaturizar como nadie la esencia de miseria humana. De sus elegantes manos, no solo salieron la Gioconda o La dama del armiño. Sus lápices también se ocuparon de mostrar grotescas caricaturas de hombres movidos por la avaricia y la maldad retratados con bocas desdentadas y mentones desbocados (Dos perfiles grotescos enfrentados, 1485-90), en una imagen que incita a sonreír y a pensar lo peor de los retratados. El genio renacentista quería escarmentar a los protagonistas de la obra, un objetivo que han perseguido los artistas desde los albores del arte y que ha hecho que el escarnio, el desprecio o el espanto conformen una corriente creativa de primer orden.
La belleza e incluso la fealdad han sido exhaustivamente tratadas en la historia del arte. Se trata ahora de acotar el concepto de lo grotesco y contar por qué los artistas recurren a la risa para denunciar la necedad humana. El Museo Picasso de Málaga abre hoy una exposición con 270 obras de 72 artistas de los últimos cinco siglos en la que se intenta definir qué es lo grotesco. Además de varias obras de Picasso, el anfitrión y gran distorsionador, las piezas están firmadas por Francis Bacon, Louise Bourgeois, Otto Dix, James Ensor, Max Ernst, José Gutiérrez Solana, Victor Hugo, Paul Klee, Willem de Kooning, Roy Lichtenstein, René Magritte, Man Ray, Franz Xaver Messerschmidt, Juan Muñoz, Meret Oppenheim, Pablo Picasso, Richard Prince, Juan Sánchez Cotán, Antonio Saura, Thomas Schütte, Cindy Sherman, Leonardo da Vinci o Bill Viola.
Son artistas de procedencias dispares y alejados en el tiempo que tienen en común la forma de retratar algo que les desagrada. Puestas en relación unas obras con otras, se ve que tienen mucho más en común de lo que cabría suponer. Los gesticulantes bustos de Messerschmidt, por ejemplo, tienen la misma hilaridad de las cabezas del grupo escultórico de cinco hombres muertos de risa realizados por Juan Muñoz en los 90. La mujer barbuda de Sánchez Cotán produce un desasosiego similar al que se puede ver en las esculturas Louise Bourgeois.
José Lebrero, director artístico del museo y comisario de la exposición, mantiene que lo grotesco va más allá del arte de la exageración. Su concepto expositivo reúne tres versiones de un mismo género. La más antigua tiene su origen en los finales del siglo XV y consiste en mostrar formas imaginarias y divertidas con elementos vegetales y seres imaginarios, tal como se hijo en los aposentos de Nerón en la Domus Aurea. Vienen después las máscaras del carnaval,el travestismo y la confusión entre la verdad y la mentira que utilizaron desde Bruegel el Viejo hasta los simbolistas o los surrealistas.Ya en el siglo XX, la crítica social y moral se muestra despiadada con el sujeto retratado.
Advierte el comisario que lo grotesco no se mueve en el ámbito exclusivo de la fealdad. Lo retratado puede ser repugnante pero siempre tiene que tener gracia, debe arrancar la sonrisa del espectador. Y así ocurre durante la contemplación de las obras. La dureza de los temas (guerra, locura, estulticia, muerte) encuentra forzosamente la complicidad del público.
¿Son muchos los artistas que han recurrido a lo grotesco para hacer crítica social?. Lebrero opina que una gran mayoría, en algún momento de su carrera, han retratado su entorno con grandes dosis de crueldad y de humor. Las series de Los Caprichos y Los disparates de Goya, prestadas por la Calcografía Nacional; El mono escultor de Watteau o las ilustraciones de Dalí para el Conde de Lautreamont, son tres buenos ejemplos.
3. Natividad Pulido, En los callejones más oscuros del arte, ABC, 23.10.2012, p. 53
Según el Diccionario de la RAE, grotesco es sinónimo de ridículo, extravagante, irregular, grosero y de mal gusto. Nos han contado la Historia del Arte desde muchos prismas, como la belleza o la fealdad (Umberto Eco dedicó a ambas sendos estudios) pero hay otras categorías estéticas que no han sido estudiadas académicamente hasta bien entrado el siglo XX y, por tanto, no forman parte del canon. Con el descubrimiento en el siglo XV de la Domus Aurea, la casa de Nerón en Roma, los artistas pronto copiaron la decoración de las salas que había en aquella "grotta" (personajes monstruosos, extraños, diabólicos), incluido Rafael en las Estancias Vaticanas. Nace el concepto de grotesco.
Pero, ¿qué es lo grotesco en el arte? Responer a esa pregunta es el objetivo que persigue la [...] exposición "El factor grotesco". Tarea nada fácil, según [...] José Lebrero, dada la ambigüedad de este concepto y lo abierta que es esta nueva categoría estética: en ella tienen cabida el desprecio y la piedad, la risa y el llanto, la empatía y el escarnio, el espanto y la ternura, el rechazo y el abrazo".
4. Cristóbal G. Montilla, La genialidad de lo deforme inunda el Museo Picasso, El Mundo, 23.10.2013
Le llaman 'El factor grotesco' y, por mucho que la expresión despiste, hay en esta exposición un recorrido por esas genialidades en las que ciertos artistas terminaron haciéndose grandes con el reflejo de lo deforme o exagerado. Esas brillantes miradas creativas que transcienden la realidad acaparan las dos salas del Museo Picasso de Málaga, y lo llenan de pinturas y esculturas, e incluso de coqueteos con la literatura, el cine o el diseño.
Son más de 250 obras, de unos 70 creadores, y se empieza, ni más ni menos, que ante los perfiles grotescos y misteriosas sonrisas de ancianos que emborronó Leonardo Da Vinci. En esta sala iniciática también hay viajes a los orígenes de Roma y esculturas helenísticas anónimas, o están un cuadro atribuido a El Bosco, la serie Los siete pecados capitales, de Pieter Bruegel el Viejo, los caprichos y disparates de Goya, o Un enano de Velázquez, de Francisco Ribera.
A continuación se emprende un salto de modernidad ante tres magritte, con La bella sociedad en un papel estelar, Microbio, de Max Ernst, los grabados de Dalí o una pieza de Louise Bourgeois. A esta altura, no tarda en llegar un rincón que le da el protagonismo a la obra de James Ensor. O se escrutan las mujeres de Otto Dix, varios picasso, la oscuridad de Solana y se adivinan a Paul Klee y Bacon.
Luego, regresa algún óleo de Picasso, ladra El perro de Goya, de Antonio Saura, y gritan los universos de Roy Lichtenstein o Philip Guston. Es la antesala a un viaje por lo que deparó los siglos XVIII y XIX entre los intelectuales franceses o ingleses. Aquí entran los dibujos de Víctor Hugo, libros ilustrados por Gustave Doré, Escena de circo, de Toulouse-Lautrec, y las cabezas acumuladas por Boilly.
En el epílogo del itinerario expositivo, se suceden otras visiones firmadas por creadores actuales que tampoco dejarán indiferente al espectador, que llega a esta parte con la mirada ya entrenada y se encuentra con un patio ebrio de belleza. Si se siguen las palabras del director del Picasso malagueño, José Lebrero, ante muchas de estas propuestas se recuerda que en los tiempos que corren lo grotesco goza de muy buena salud, "aunque esto no siempre sea una buena noticia". Y de ahí las alusiones al mundo de lo audiovisual o incluso a la televisión con las que culmina el recorrido.
Justo antes de entrar en esta zona de penumbra donde se suceden las proyecciones o las creaciones con una iluminación muy sugerente, las esculturas se apoderan de las emociones. Así, es inevitable acercarse al conjunto escultórico Cuatro riéndose unos de otros, que une a hombres en los que brota la identidad del universo de Juan Muñoz.
Este nuevo grito de modernidad lo entonan, igualmente, una escultura de Willem de Kooning, un misterioso payaso fotografiado por Cindy Sherman, la sucesión de cabezas que Thomas Schütte tituló Viejos amigos, o un animalillo que se intuye de reojo y viene a ser un Castor con el sello de Curro González. Eso sí, en cuanto se escrutan las paredes es imposible no contemplar dos óleos de gran tamaño que destilan la inmensidad pictórica de Georg Baselitz. Uno de ellos es El revisor, y el otro El contramaestre. Vienen a ser los retratos de sendas cabezas. Dos más en una travesía plagada de reproducciones diversas de la masa pesante que remata al ser humano, y sin cuyos aparentes razonamientos no se entenderían las deformaciones de la realidad de la que la historia del arte no ha dejado de hacerse eco a lo largo de los siglos.
Es la tónica dominante, pero nunca aburrida, de la que bebe esta exposición temporal, la de mayor envergadura que ha organizado el Museo Picasso en sus nueve años de andadura. No en vano, para hacerla posible ha sido necesario un trabajo que se ha alargado en un tercio de su existencia museística, ya que su gestación comenzó hace tres años. Quizás, sin tan ardua tarea no se entendería la consecución de tantos préstamos privados o llegados desde centros de arte que están entre los más importantes del mundo. O, si se llama a las cosas por su nombre, desde pinacotecas como The British Museum de Londres, el Belvedere de Viena, el Louvre de París, el Prado de Madrid, The Museum of Modern Art de Nueva York, The Royal Collection de Londres y Victoria & Albert Museum, también londinense.
5. Juan Bosco Díaz Urmeneta, El monstruo es más humano que el hombre, El País, 26.11.2012
Lo grotesco es difícil: no es fácil precisar su concepto y menos aún seguir su trayectoria por épocas y culturas en las que va adquiriendo nuevo sentido y alcance. Las obras expuestas articulan esta red de conexiones y bifurcaciones, a veces insospechadas (como anticipa en el umbral de la muestra un pormenorizado dibujo de Curro González). El catálogo desgrana paso a paso el concepto, separándolo de lo monstruoso, lo feo, lo cómico o lo siniestro.
Parte la exposición de los seres híbridos pintados en los muros del palacio de Nerón, la Domus Áurea, excavado en el siglo XV. Esas imágenes de la grotta, grotteschi, raras figuras humanas con injertos de animal y planta, encandilan a la época. Se estudian, analizan y pintan, aunque sin incluirlas en el cuadro. Sólo son parerga: circundan lienzos o frescos, separándolos así del muro al que además hacen vibrar con sus fantásticos perfiles.
Pero pronto figuras análogas entran en el espacio mismo de la representación. Miguel Ángel dibuja una cabeza humana con rasgos animales y, antes, Leonardo traza rostros deformes, casi siempre de ancianos, que hacen pensar en una naturaleza que, agotada, se retrae y abandona sus facciones a la erosión del tiempo.
Los dibujos de Leonardo y Miguel Ángel no pasan del papel al cuadro. No ocurre así en la Europa del Norte. Separada de la herencia clásica y fiel al legado medieval, prodiga otras figuras, también híbridas y degradadas. Las tentaciones de san Antonio y los pecados capitales son temas fértiles que trabajan El Bosco y Brueghel el Viejo. Pero sus figuras no son diablos medievales, sino seres mucho más cercanos, modelados por las metamorfosis del vicio. La idea de grotesco se afina: no traza monstruos sino seres humanos cuyos rasgos, mezclados y deformes, no son simplemente feos sino índices del animal que domina en ellos, y muestran así la pérdida de identidad humana. Esto se cumple también, aunque con intención diferente, en las drôleries de Jamnitzer o Dietterling el Joven, fechadas un siglo después: sus valentones y galantes son animalejos mecánicos, carentes de humanidad.
A todo esto se une la aportación española: enanos, locos, mujeres barbudas o increíblemente obesas que muestran su anormalidad sin perder por ello un ápice de dignidad. Por eso, señala el profesor Bozal, reprimen la sonrisa de quien los mira. Esas figuras añaden a lo grotesco un inquietante valor de umbral: la deformidad que muestran no nos es ajena, puede caer sobre nosotros. Lo grotesco remite al abismo de una naturaleza ciega e inhumana, pero ese abismo es amenaza permanente, abierta ante nuestros pies.
Casi todas estas imágenes se sitúan en los márgenes de un arte volcado aún en la gracia y la belleza, pero esto cambiará en el siglo XVIII. Las nuevas clases medias, ajenas a la exigencia del decorum, disfrutan del ridículo en que ellas mismas caen, al querer imitar a la nobleza, y del que advierten en los sinsabores de aristócratas arruinados. Hogarth muestra las miserias del matrimonio de conveniencia y los pies de barro de la nueva burguesía. El género, nacido del arte popular, va desde caricaturas (Gillray o Rowlandson) hasta cuidadas estampas. Aunque su difusión irritara a Goethe, son obras que se imponen porque poseen la chispa de la invención y el aguijón de cuanto hace pensar. De ahí que arrinconen al clasicismo académico que, según un breve cuadro de Watteau, sólo exige la imitación de la que es capaz un mono.
En este nuevo camino, la singular aportación de Goya: Caprichos y Disparates reúnen las sucesivas modelaciones de lo grotesco, añadiéndoles la desazón de su cotidianidad. Lo grotesco ya no es una rareza, y su figura, más que motivar alegatos morales, señala el caos oculto que alienta en nuestro interior. La época que se avecina tendrá que tomar en serio la dimensión oscura del instinto: no es posible vivir sin él, pero nos lleva al límite de la animalidad. De ahí, los fecundos brotes del siglo XIX: un monstruo, Quasimodo, posee una rica humanidad que está sin embargo ausente del ciudadano medio, dibujado por el propio Víctor Hugo o por Boilly y Daumier. Éste además hace de Luis Felipe de Orleans un Gargantúa insaciable que devora las riquezas del país. La reflexión culminará en Baudelaire para quien lo grotesco —que designa como lo cómico absoluto— es la caída en la animalidad del ciudadano respetable que muestra así su verdadera condición. Los dibujos de Grandville dan buena cuenta de ello.
Ensor prefiere mostrar este desvanecimiento de la humanidad mediante sus máscaras, una dirección que prolongan, en vísperas del fascismo, los trabajos de Grosz, Dix y Beckman. Los cáusticos collages de Hannah Hoch parecen marcar una nueva dirección: sugieren que la conciencia moderna se articula con fragmentos de tópicos sociales que la invaden a su antojo. Lo grotesco se hace de este modo más próximo: convivimos con él, se hace familiar y así se manifiesta con serenidad en los cuadros de Magritte, de modo insidioso en los objetos de Meret Oppenheim y en los dibujos de Dalí para Los cantos de Maldoror, y de manera brutal en las Muñecas de Bellmer.
Más acá del surrealismo, la camaradería con lo grotesco parece convertirse en tema recurrente de reflexión. Revestirá especial patetismo en las desmoronadas figuras de Bacon, los duros perfiles de Philip Guston y las feroces mujeres de De Kooning, y se antojará sorprendente en la repentina Giganta de Jeff Wall, pero, en general, las obras contemporáneas tratan su vecindad con la tranquila lucidez de quien sabe que el abismo que anunciaban ciertas obras del Siglo de Oro español no es una amenaza sino sencillamente nuestra condición. Las risas por nada de las esculturas de Juan Muñoz, la mirada paranoica del vigilante profesional en las figuras de Georg Baselitz y las desfiguraciones, breves en los Descartes infrarrojos de Bruce Nauman y más acentuadas en Viejos Amigos de Thomas Schütte, así lo atestiguan. Es la culminación contemporánea de una larga marcha anticipada por un artista, poco conocido del siglo XVIII, Franz Xavier Messerschmidt que, tal vez bajo la influencia de las indagaciones fisiognómicas de Lavater, supo ver que los gestos más frecuentes y ordinarios estaban tocados por la ruina de lo grotesco.
La muestra abre caminos. Quizá haya quien eche de menos a este o aquel autor, o a determinadas obras, pero el comisario, José Lebrero, y su asesor, el profesor Luis Puelles, no perseguían un inventario de nombres sino tejer una red de problemas y preguntas, y esto lo consiguen plenamente.
6. José Antonio Martín Santos , Factor grotesco, A foro libre, 13.12.2012
El factor grotesco: título cinematográfico, de puro género negro. El lado oscuro de la naturaleza humana, la fealdad. Lo innombrable, lo híbrido, lo absurdo. Porque parece que de eso va la propuesta expositiva. Indagar que han visto los artistas cuando han mirado en el lado oscuro del hombre, de la sociedad.
Lo grotesco surge históricamente en el siglo XV tras el descubrimiento de la Domus Áurea (palacio de Nerón, s.I d.C.) que, al descubrirse se confunde con una gruta (gruttesco, de la gruta). La Domus Áurea, como estancias privadas, estaban decoradas con muchos elementos ornamentales de carácter fantasioso, “personajes” híbridos mezcla de hombre y animal, plantas, etc. Esa es la primera acepción del término grotesco. Lo decorativo, fantasioso y absurdo. Ejemplo de ello tenemos en nuestra exposición en las ilustraciones de Enea Vico.
Lo grotesco también es una forma de mirar lo que muchos artistas han mirado a lo largo de los siglos. Lo exagerado, lo deforme, lo injusto, lo ofensivo, lo incomprensible. Todo lo deforme, sobre todo lo que está bajo la capa de la normalidad.
Ya lo descubrió da Vinci, lo feo es lo natural deformado. Quizás por ello los dibujos de da Vinci son los primeros que vemos al introducirnos por la entrada a la gruta-exposición. Por vez primera la fealdad, como tal, se coloca junto a la belleza. O quizás debamos decir lo deformado se extrae de lo normal mediante la exageración de sus partes. La fealdad está escondida en la belleza.
¿Pero como llamar a los personajes que habitan en los cuadros del Bosco o de Bruegel? ¿Grotescos? A nuestros ojos sin lugar a dudas. Hombres peces, mujeres que tienen como cabellera una cabaña, animales con cabezas humanas, absurdo, grotesco al fin. Pero los personajes del Bosco, o los de Bruegel que en apariencia eran grotescos, no lo eran así para sus contemporáneos, ni pueden serlo con rigor histórico. Los monstruos que vemos en esas pinturas son pecadores condenados al infierno, casi mejor decir que son los pecados. Hoy vemos monstruos, ayer vieron pecados, avisos de condenación eterna. Propaganda de la Iglesia. Visiones de una sociedad antigua. A propósito ¿no os parece que esas visiones antiguas están volviendo por la puerta de atrás a nuestro mundo?.
Lo expuesto es un “totum revolutum” unido por un hilo de sedal fuerte y casi invisible. Una red que atrapa, pues por feas que sean las realidades que representan las obras expuestas, ya lo dijo Duchamp, una vez adecuadamente expuestas y contempladas se convierten en hermosas. La mujer barbuda de Sánchez Cotán, los enanos de Velázquez dibujados por Ribera, no son grotescos o monstruosos en sentido moderno. Son entrañables, sinceros, no engañan aunque se saben deformes. Son realistas y fueron físicamente reales.
Y en eso estábamos cuando aparece lo moderno, Messerchmidt, Boilly, que hacen más explícitas aún las enseñanzas de Leonardo. Estiremos los gestos, las narices, el entrecejo y saldrán nuestros monstruos. Los que llevamos dentro.
Espléndido otoño cultural este que vivimos en Málaga. Más de 240 obras de artistas “prime time” y clásicos de la serie B. El mundo moderno, ese que explotó en dos guerras mundiales, movimientos de liberación, revoluciones proletarias, movimientos fascistas, paraísos comunistas. Promesas de riquezas sin fin: al fin, miseria y millones de muertos. Así que ¿Qué queremos que pinten Grosz, Dix, Magritte, Gutiérrez Solana, y tantos otros?
Decíamos arriba que este otoño cultural que vivimos en Málaga es espléndido, inusitado, casi desconcertante con las penurias y miserias de nuestro presente. Teatro, Jazz, Clásica, Literatura, de todo un poco y bueno.
Lo mejor por méritos propios es la propuesta del Museo Picasso Málaga: el factor grotesco. Bueno, pues si ven la planta baja de la exposición cuando ya se están marchando, cuando parece que no veremos más, al final de los surrealistas y expresionistas, volverán a contemplar muchos quilates, quilates de violencia interior, de dolor, tristeza, sufrimiento. Quilates de arte grande. Como desde nunca hemos visto aquí. Rainer, Cindy Sherman (¡que espléndida payaso!, ¿la única mujer en tantos siglos?¡que mundo!), Juan Muñoz, Bill Viola, Jeff Wall, Paula Rego, Schütte.
Y cómo no, don Pablo Picasso.
En resumen una exposición fantasiosa, híbrida, imposible, innombrable, pero nada oscura, ni perversa, ni decorativa, absurda u ornamental. Y por supuesto útil, precisa, expresiva, pero no grotesca. Los grotescos somos nosotros.
Que la disfruten. Pero piensen en el dolor que hubo tras cada uno de los hombres y mujeres cuando hicieron esas obras.
7. Maite Méndez Baigues, El factor grotesco, Letras Libres, 1.1.2013
El Museo Picasso Málaga dedica una excelente muestra al concepto estético de lo grotesco, desde prácticamente sus orígenes, asociados al descubrimiento renacentista de los grutescos romanos, hasta el arte actual. Se ha reunido una inmensa nómina de artistas y obras para mostrar la conjunción de los muchos factores que dan como resultado lo grotesco, una idea que destaca por su carácter escurridizo incluso en el contexto de las categorías estéticas, minado de nociones difíciles de definir con nitidez. Montar una exposición en torno a una idea estética, en lugar de dejarse llevar por la comodidad del “nombre propio”, entraña embarcarse en una aventura no exenta de riesgos; y eso es lo que han hecho José Lebrero (comisario de la exposición, y director del museo) y Luis Puelles (profesor de estética en la Universidad de Málaga).
En El factor grotesco se traza un recorrido que se remonta a finales del siglo XV, el momento del hallazgo de los grutescos que componen la decoración en estuco y pintura mural de la arquitectura romana, y alcanza hasta las manifestaciones de lo grotesco en el arte de nuestros días. A lo largo de esos siglos el grutesco, en principio sinónimo de arabesco, de lo ornamental por excelencia, dotado de elegancia, encanto y gusto, desemboca con el tiempo precisamente en todo lo contrario: lo opuesto a la gracia. Y es que entre esos motivos decorativos que los artistas renacentistas encontraron desperdigados por las ruinas romanas había algunos “monstruitos”, así como elementos que, por lo general, faltaban a las estrictas reglas de los órdenes clásicos. A la postre, será bajo la forma de lo deforme, burlesco, ridículo o exagerado como se configurará lo grotesco en la historia del arte occidental. Como una constante, se sitúa, en realidad, en la intersección de un sinfín de ámbitos, pues habría que añadir su parentesco con lo cómico, lo caricaturesco, lo fantasioso, lo extravagante, lo grosero, lo falso, lo feo, patético, curioso, pintoresco, su acepción de accidente que nos descompone, nos desbarata y muestra ridículos...
Lo grotesco es una categoría referida a lo heterogéneo y híbrido (como los propios orígenes de su sufijo, -esco). Dentro de la cultura occidental, lo dotado de gracia siempre se parece, mientras que las cosas o gentes grotescas dependen del tiempo y del lugar, lo son cada una a su manera, como las familias tristes. Esto complica aún más la capacidad de mantener en pie una exposición y un discurso teórico convincentes sobre esta categoría. Y por eso, parece muy acertado que, aquí, el discurso sobre lo grotesco se haya planteado a modo de ensayo o hipótesis: ese es el carácter que se ha dado tanto a la propia exposición –sus obras y sus itinerarios– como al libro que la acompaña, que con sus nueve capítulos a cargo de reconocidos especialistas en la materia funciona, más que como un catálogo, como una prolongación de esa reflexión teórica que tiene lugar también en las salas del museo.
Bichos, monos escultores, mujeres barbudas, máscaras, risas dentadas, monstruos de diverso pelaje, animales, caricaturas, rostros desencajados, ojos desorbitados, carnes que se desbordan, cabezas con forma de huevo, seres híbridos, personajes barrigudos, borrachos que vomitan, freaks, estípites, hermes, roleos y hojas de acanto, payasos temibles –como todos lo payasos–, muecas burdas y de mal gusto han venido a poblar, en alegre algarabía, las salas del Museo Picasso, desafiando al buen gusto, a la norma y a la medida, en suma, a la belleza que durante largos siglos (demasiados, parecen opinar todos estos personajes y motivos) se había adueñado injustamente del discurso estético occidental. La expresión parece ir de la mano de lo grotesco en todo momento, así como la risa que descoyunta literalmente a los enigmáticos personajes de Juan Muñoz.
Intentando poner un orden a una categoría que se ramifica de modo tan frenético, los responsables de esta exposición han ideado un itinerario con tres recorridos o linajes: lo grotesco ornamental (el correspondiente a su origen –y el propio libro, con sus márgenes ornamentados, hace un guiño a este linaje), lo grotesco abismático (que conduce de Brueghel a los simbolistas y los dadaístas, mostrando el vacío o la nada que nos da sustento), y lo grotesco cómico (en el que se despliegan la risa y burla sociales y morales, donde se puede advertir cómo se intenta combatir con risas la propia necedad de lo humano). Todo ello bajo la idea de que el desenlace, nuestro siglo XXI, es de por sí, y ante todo, grotesco.
De hecho, esos tres ejes se cruzan en el montaje de la exposición con el cronológico o histórico, que conduce así de los antecedentes helenísticos a las caricaturas de Leonardo, y a la Europa septentrional, a la moral y el vicio, al Bosco y Brueghel, al barroco español con sus enanos y prodigios “naturales”; y a la burguesía del XVIII, esa clase en sí misma caricaturesca o ridícula en sus pretensiones sociales, o a Goya, un punto de inflexión, según Valeriano Bozal, porque en su disparate ridículo ya no sitúa lo grotesco en lo excepcional, sino que aprecia que lo monstruoso ha invadido el ámbito de lo cotidiano. Y de aquí pasa al romanticismo, al simbolismo y a las vanguardias del siglo XX: expresionismo, surrealismo y dadá (Magritte, Grosz, Hanna Höch, Schwitters, Otto Dix, Dalí, Meret Oppenheim, etc.), en cuyo arte lo grotesco se acomoda de una forma tan natural que no puede dejar de inquietar sobre nuestra condición; da la impresión de ser solo el preámbulo del imperio de lo abyecto que se dará a partir de los noventa (están presentes Cindy Sherman o Bruce Nauman en esta exposición), y que, con su recurso a fluidos corporales, configurará ese retorno de lo real al que se refería Hal Foster: retorno de lo real como trauma, asentado en cuerpos que no están separados del resto del mundo, sino que salen fuera de sí; el final de siglo parece una especie de paraíso de lo grotesco. Toda esta evolución casi como para demostrar que la realidad actual es el retrato mismo de lo grotesco; algo fácil de deducir si tenemos en cuenta el gusto de nuestra época por lo cutre y lo lumpen, o bien que, como afirma Puelles en su texto, es grotesco el desacuerdo entre nuestros deseos y nuestras realidades.
La intención de esta exposición era, afirma su comisario, propiciar el debate, trazar una red de cuestiones y problemas, que se van engarzando en múltiples relatos. Y así se cumple.
En una de sus salas, y en la portada del libro, se puede contemplar la Brígida del Río de Sánchez Cotán (1590), retrato de la mujer barbuda de Peñaranda. En realidad, cuando uno se para a pensarlo, lo que está viendo en este cuadro parece más bien un pequeño hombre con barba y con atuendo femenino. Una mujer con barba podría ser motivo de risa y, sin embargo, este personaje nos sostiene la mirada con un gesto de tanta indefensión que más bien mueve a una especie de compasión. Bozal habla de la confusión de emociones a la que nos enfrenta lo grotesco. Así que lo que en teoría debería ser cómico acaba evocándome el verso de Szymborska, “de cada cien personas, /[...] / las dignas de compasión: / noventa y nueve, / las mortales: / cien de cien”, y convierte la experiencia de lo grotesco en compasión por todo lo que ha de morir.
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